estaba fresco el verano

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viernes, 16 de septiembre de 2016

LA TENTACIÓN DEL REFERÍ (Textos sobre fútbol)

 Omar Hefling


En el mundo del deporte acontecen innumerables hechos insólitos que por su complejidad, a menudo resultan incomprensibles para el común de la gente. En aquel entonces cuando era cronista deportivo del prestigioso diario El Imparcial, fui testigo de un acaecimiento inaudito y de ribetes absurdos  que creo no tiene antecedentes en el historial del futbol mundial.
En las ligas zonales son frecuentes los actos vandálicos y criminales, también todo tipo de ilícitos y sobornos.
Intentos de linchamientos de árbitros, arrestos del equipo visitante con cualquier vil pretexto, sobornos por cinco litros de vino, arteros ataques con onderas a los arqueros, hostigamientos criminales a los jueces de línea, envenenamiento a los equipos contrarios a través de refrescos y gaseosas. Dentro de ese particular contexto se produjo en la pujante localidad de Canals, un enfrentamiento sin precedentes en el memorial de los dos equipos de esta localidad. Los dos clubes que se profesaban una rivalidad ancestral, se habían consagrado finalistas, uno por cada zona, de la liga Canalense de Futbol que otrora supo darle al futbol grande, figuras como la del zaguero Luppo, un verdadero emperador del área que se destacara por varias temporadas en Ferro Carril Oeste cuando el once de Caballito era el equipo a vencer por los grandes. No me quiero olvidar de Enrique “Quique” Vidallé que defendió con gallardía la ciudadela que custodió nada menos que Antonio Roma y que hasta llegara a integrar nuestro seleccionado nacional.
Esto habla a las claras del nivel futbolístico de esta región lechera por excelencia. En ese tiempo, humildemente, siendo aún muy joven ya era considerado un periodista de prestigio. Mis análisis y comentarios eran motivo de debates en las mesas de café y más de un técnico llegó a replantear sus estrategias de juego cuando en mis conceptos evidenciaba sus errores. Como era mi costumbre, sin espíritu de zaherir a nadie, solo para azuzar mi instinto de raza con las sensaciones de las tensiones previas; antes del partido visité los vestuarios de los dos equipos: el Libertad y el Canalense.
Lo hice con los dos para no despertar susceptibilidades dado que cargaba con la tremenda responsabilidad de representar al Imparcial, un medio ético y moralmente riguroso.
En el vestuario del Club Atlético Canalense dialogué un momento, obviamente sobre cuestiones baladíes con el Rusito Zilkovsky, de quién era bastante amigo. Zilkovsky era un diez de una rara habilidad, un estratega, con la magia y la picardía del baldío que lamentablemente ya no he vuelto a ver. Sospecho que de no haber sido por una extraña adicción que padecía hacia el arte culinario de su madre, razón que le impidió alejarse de su casa materna ante las innumerables convocatorias de las que fue objeto por parte de los cinco grandes de la primera división; seguramente habría opacado la dimensión de un Bochini, por ejemplo.
En ese breve intercambio de opiniones percibí, por ese olfato que ya me caracterizaba, que el Rusito estaba en un día de gracia para desplegar sus genialidades. Zilkovsky, a pesar de su tartamudez, era un conversador ameno, entretenido e inteligente. Recuerdo que en una de esas tantas charlas de café discurrimos largamente sobre algunas cuestiones existenciales de los que antaño llamábamos hombres de negro y que hoy por una resolución desatinada de la FIFA, que obliga a los encargados de impartir justicia a utilizar casacas de coloridos payasescos; convierte a los árbitros en víctimas de la inspiración bastarda y mal intencionada de las hinchadas. Motivo también de la pérdida indeclinable de autoridad ante los jugadores.
A ambos nos había interesado especialmente un aspecto espinoso, pero no por eso, menos fascinante. Coincidimos en un interrogante que creo, todavía hoy es medular: la represión de los árbitros ante la tentación que impulsa a cualquier ser humano a patear una pelota que cruza delante de sus pies. Nos preguntábamos: si un réfer, corriendo en la misma línea de los atacantes y en posición de convertir, sentiría o no la tentación de empalmar el balón para clavarlo en un ángulo como un goleador. Si partíamos de la premisa de considerar seres humanos a los árbitros, la respuesta era más que obvia. Esto nos indujo a teorizar sobre dos aspectos con consecuencias insospechadas: primero, de qué modo un juez reprimía esa necesidad animal y segundo, de qué modo canalizaba esa frustración. Zilkovsky, que permanentemente hacía gala de su inteligencia me planteó algunos interrogantes, que consideré en ese momento de neto corte freudiano: ¿acaso no sería ésta la génesis de tantos malos arbitrajes? Así el insider izquierdo advertía que ni los ingenuos creerían que el inconsciente, ante esa represión superlativa, podría luego manifestarse benévolamente siendo el hombre esencialmente un animal futbolero, y un ser que genéticamente responde a los estímulos de la pelota casi del mismo modo que el perro a los reflejos condicionados a la usanza experimental de Pavlov.
La magnitud del paradigma me convirtió casi en un eremita.
Por mucho tiempo me dejé llevar por las peripecias de una investigación, que de darla a conocer, tengo la certeza, desencadenaría en un escándalo de proporciones catastróficas con final patibulario para varios árbitros consagrados mundialmente.
En esas charlas Zilkovsky me confesó que en reiteradas ocasiones había tentado a los jueces con habilitaciones al vacío, advirtiendo que éstos en la mayoría de los casos parecían aceptar el convite, pero que, curiosamente, un instante antes de llegar a la pelota, de un modo u otro lograban descomprometerse. En mis investigaciones demostré que en esos casos los árbitros utilizan un recurso teatral, la cuarta pared, que les permite recuperar la concentración fijando la atención en algunos elementos que en estos casos son el alambrado olímpico o la tribuna.
A la hora del encuentro las hinchadas habían desbordado la capacidad de la cancha. Embanderado en el deber de cronicar la verdad, en mi comentario desenmascaré a los periodistas de la radio local que aludían a un clima de fiesta y confraternidad entre las parcialidades con permanentes intercambios de juegos florales.
El clima era de franca hostilidad, con mis propios ojos vi a cuatro jóvenes desnudar a un anciano de la divisa rival, luego atarlo con una soga del cuello y pasearlo en cuatro patas alrededor del predio obligándole a ladrar como un perro. Que el heladero del club local fuera estaqueado al pié de la tribuna popular de los visitantes no podemos valorarlo como un gesto de amistad y de civilizada convivencia entre parcialidades.
No fueron pocos los fanáticos con los que me crucé con escopetas de uno y dos caños, con carabinas y hasta creo que con un viejo Mauser, cruzado en bandolera. Aún con los refuerzos de efectivos de poblaciones vecinas, la vigilancia policial era escasa e insuficiente.
A mi me tranquilizó que el árbitro designado fuera por lejos el mejor de la liga, un hombre con condiciones que pintaban para llegar muy lejos.
Su imparcialidad era incuestionable. Emeterio Salzito, tendría en ese entonces, unos treinta años. Contaba con atributos físicos exuberantes, gran personalidad y decisión para fallar justicieramente aún a riesgo de su vida. Más de una vez vi a Salzito retorciendo las orejas de esos zagueros percherones y rompe huesos hasta hacerlos arrodillar para que se disculpasen por los agraviantes insultos proferidos a su santa madre.
El partido transcurrió con las fricciones lógicas de un clásico, y los hinchas, salvo un escopetazo que arrancó el banderín de la mano de uno de los jueces de línea al señalar una posición adelantada; justo es decirlo se habían comportado casi ejemplarmente.
Con el marcador cerrado en cero, dos minutos antes del final de la contienda, ocurrió lo inesperado. Zilkovsky, que esa tarde había desplegado una labor excepcional con habilitaciones que los puntas de su equipo malograron con asombrosa eficacia, iniciaba en ese momento una estupenda jugada que luego acabaría con la más que brillante trayectoria del árbitro Emeterio Salzito. Recibió la pelota un paso antes de los centrales, amagó hacia uno y otro costado pero finalmente encaró por el medio. Por la maniobra los zagueros chocaron violentamente y fueron a parar al hospital. A Zilkovsky, la pelota se le fue larga hacia un costado y ya, casi sin ángulo, aún advirtiendo que no entraba ningún compañero alcanzó a perfilar un centro magnífico hacia el borde del área chica donde lanzado a toda velocidad irrumpía el réfer Salzito. Este, que presumo había sido sorprendido por la rapidez de la maniobra, no pudo o no quiso frenarse a tiempo. La pelota, como pocas veces se le da en la vida a un goleador, se precipitó sobre Salzito, a la altura de su frente y con todo el arco a su disposición. Entonces, Salzito no dudó, con un frentazo seco y hacia abajo marcó un gol formidable, de los mejores que he visto en mi dilatada trayectoria como periodista. Emeterio, con la personalidad que lo caracterizaba, no se entregó a la fanfarria del festejo. Dio media vuelta y corriendo hacia el centro del campo, convalidó la conquista.
El escándalo alcanzó ribetes de desastre a modo de las catástrofes naturales que azotan a Centro América.
Según la evaluación de los ingenieros las instalaciones del club fueron demolidas en un tiempo que puede considerarse un récord.
Los vidrios de las viviendas y demás edificaciones fueron rotos casi en su totalidad. Una motoniveladora municipal atravesó la sede social de uno de los clubes para detener su marcha dentro de una pileta de natación. Los dos únicos móviles policiales fueron atravesados en las vías del ferrocarril y un tren de carga se los llevó. El talado de los árboles de la plaza fue completo y aún después de muchos años nadie se atrevió a izar una bandera en el mástil, donde flamea un retrato de Emeterio con una soga al cuello. El cura del pueblo, con una astuta maniobra impidió que el templo fuera reducido a escombros. Era de conocimiento público la estrecha amistad entre el representante de Dios y el presidente de la Asociación de Arbitros, por lo que cuando el párroco vio que la turba enardecida se acercaba apareció con diez kilos de asado ofreciendo además la puerta de la parroquia para las brasas.
Emeterio salvó milagrosamente su vida enancado en el caballo de un policía que era su cuñado. Desde ese entonces no se supo más nada de él.
Luego de varios años volví a tener noticias de Salzito. Por una carta que me envió al diario, donde ya me desempeñaba como responsable del suplemento cultural; supe que se había refugiado en una perdida localidad santafesina llamada Las Petacas.
Me confesaba que ese paraje ignoto le había garantizado permanecer con vida y además, abrazar con esmero el oficio de poeta.
Tal vez para reivindicarse me envió su primer libro de poemas, premiado en un concurso literario de la zona que había titulado:La tentación del referí.
Leerlo fue para mí una revelación sobre los padecimientos de estos heroicos hombres que a punta de silbato humillan sus pasiones, que siendo jueces y no parte del futbol, suelen ser víctimas de crímenes de lesa humanidad.
Creo que Emeterio Salzito plasmó, diría, borgeanamente aquel instante:
Inmaculada serpiente\ un balón me tentó con la gloria\ que es efímera\ a la sazón\ mi condena\ la poesía.