estaba fresco el verano

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miércoles, 17 de diciembre de 2008

El oficio de conferencista

Ilustración de mi gran amigo Jorge Cuello

por Omar Hefling

Un día, demasiado tarde me dí cuenta que este mundo estaba lleno de vivos y no me quise quedar afuera. Me dí cuenta que un territorio propicio para hacerse de unos mangos es dar conferencias. Observé primero las temáticas que más le interesaban al público, concurrí a varias de ellas, me encontré con atorrantes de toda naturaleza y otros tipos serios, en honor a la verdad que por lo menos sabían de qué cosa estaban hablando. Descubrí dos cosas, primero que aquí el público es generoso, tolerante, como pocos y segundo que el público, la gente que en realidad no encuentra un puto espacio para decir lo que tiene ganas de decir utiliza las conferencias, las soporta para que una vez que acabe el conferencista, decida tomar ese espacio como propio, comienzan a hablar de cualquier tema que ellos tienen ganas de abordar sin importarles un carajo el tema tratado y eso me pareció maravilloso, me pareció que la gente, utilizando a un gilipollas, un supuesto conferencista creaba un espacio de libertad, de libre discurrir de ideas.
Esto último me animó a encarar el oficio de conferencista. ¿Yo que siempre fui un gil, cómo no podía serlo ahora para una causa tan noble? ¿Por qué no podía ser yo utilizado por esa hermosa gente que en estos terribles tiempos de tiranos mediáticos busca desesperadamente un pequeño espacio donde gritar en favor de sus derechos cada vez más basureados?
Y así, me dije, qué se hagan agua los helados, y propuse una conferencia sobre cultura y medios de comunicación. Partí de una premisa falaz ya que los medios de comunicación, digamos en un 98 por ciento son parte del mismo poder que nos gobierna y el vehículo para imponer sus intereses, por lo que pretender espacios significativos para la cultura solo puede ser idea de un necio.
Intimamente creí que no iba a concurrir nadie. Me dije también, que para cobrar los honorarios, así estuviera solo iba a dictar mi conferencia como alguna vez lo hizo Baudelaire. Quiero aclarar que a todo lo hago muy seriamente, como si realmente me importara parodiando a Stevenson. Contra mis negros presagios, milagrosamente, hubo público. Al tema lo abordé desde el surrealismo, desde el dadaísmo propuesto por Tristán Tzara.
De recuperar esa maravillosa idea anti-sistema del idiota consciente, y por otro lado desplazar la idea de los medios del rol de salvadores de los ciudadanos ante la ineficacia del sistema para exponerlos, en cuánto a la cultura como cómplices del poder para la degradación de esos valores.
A todos mis actos los leo de dos maneras, uno desde la seriedad que la circunstancia exige, y otro desde del humor, desde la posibilidad de reírme de verme protagonizando el ridículo.
El hombre es su tiempo y sus circunstancias, y a mí me salvaron las circunstancias. La ubicación de la mesa desde dónde exponía, enfrentada al público y a la vez al costado de la única vía de escape de los concurrentes, circunstancia que los obligaba a casi enfrentarse con el conferenciante si pretendían huir. A los diez minutos de mi exposición advertí que la mitad pretendía escapar desesperadamente, pero que no lo hacían por la incomodidad de saludarme al abandonar el recinto. Advertido, reduje significativamente el tiempo de mi exposición, más aún cuando vi a una señora llamar desde su celular a una amiga para contarle que había comprado una entrada para invitarla a escuchar a Serrat.
Lo realmente maravilloso ocurrió inmediatamente finalizada mi conferencia, cuando supuestamente el público debía hacerme preguntas. Alguien disparó una pregunta hacia los concurrentes y no hacia a mí. Alguien le respondió y este repreguntó pero ya sobre algo que nada tenía que ver con mi conferencia, y otro respondió con un pronunciamiento solidario hacia los desprotegidos y otro cuestionó la ausencia del campo de juego del Hacha Ludueña en el homenaje a Daniel Valencia y otro elogió lo bien que había visto a Maradona y todo devino en un debate intenso del que aproveché para deslizarme hacia a la puerta y ganar la calle y luego en un bar emborracharme y después, no se cómo, subir al bondi que me llevaría de vuelta al barrio y ahí el milagro, el chofer que me reconoce y me saluda y es así que ese acto de confraternidad se convierte en mí en una conferencia real, de vida.